martes, 9 de noviembre de 2010

Donde suben y bajan las mareas, por Lord Dunsany.




 

Soñé que había cometido un acto horrible, así que el entierro me fue negado en tierra y en mar, como si no hubiera infierno para mí.

Esperé por algunas horas, sabiendo de esto. Entonces mis amigos vinieron por mí, me llevaron a un pantanal secretamente y realizaron un antiguo ritual, iluminados con grandes antorchas.

Todo fue hecho en Londres, y ellos marcharon furtivamente en medio de brumas nocturnas, entre casas perversas, hasta que llegaron al río. Y el río y la marea del mar combatían una contra otra entre los bancos de lodo, y ambas eran negras y estaban llenas de luces. Un súbito interrogante se reflejó en los ojos de todos, cuando mis amigos se acercaron a la ribera con sus flameantes candelas.

Todas estas cosas que vi mientras me llevaban rígido y muerto, las percibí con mi alma, la que aún habitaba mis huesos, ya que no había infierno que me cobije, ya que se me había negado entierro cristiano.

Ellos me bajaron por una escalera que tenía verdín, y lentamente me acerqué al terrible fango. Ahí, en territorio de cosas olvidadas, cavaron una amplia fosa. Cuando hubieron terminado, me colocaron en la fosa, y súbitamente clavaron sus antorchas cerca del río. Y cuando el agua hubo crecido tanto que apagó el fuego, las mismas palidecieron y se vieron pequeñas a medida que se balanceaban con la corriente. Una vez que el glamour de la calamidad se hubo ido, me di cuenta que se venía el amanecer; y mis amigos se cubrieron las caras con sus capas, y la solemne procesión se convirtió en un grupo de fugitivos que se deslizaban furtívamente.

Entonces el barro se avalanzó y me cubrió todo a excepción de la cara. Yací solo, con un montón de cosas olvidadas, con cosas perdidas que la marea ya no tomaba más, con cosas inservibles e inútiles, y con esos horribles ladrillos que no eran ni de piedra ni de tierra. Yo carecía de cualquier sentimiento, ya que había sido asesinado, pero la percepción y el pensamiento me convertían en un alma muy infeliz.

El sol matinal se dilató, y vi las casas desoladas que poblaban las márgenes del río, y sus ventanas muertas observaban mis ojos muertos, ventanas que encerraban grandes sufrimientos. Me sentí tan desesperado ante tales cosas que quise gritar, pero no podía, ya que estaba muerto. Entonces tuve la certeza, como nunca antes la había tenido, que durante todos los años que estas casas habían querido gritar, estando muertas, estaban mudas. Y supe que hubiera estado mejor con las cosas olvidadas y perdidas si ellas hubieran podido llorar, pero no tenían ojos ni tampoco vida. Y yo, también, traté de llorar, pero ya no había lágrimas en mis ojos muertos. Y supe que el río podría haberse preocupado por nosotros, podría habernos estimado, podría habernos cantado, pero solo nos barría de atrás para adelante, pensando solamente en las principescas embarcaciones.

Al final la marea hizo lo que el río no, y vino y me cubrió, y mi alma tuvo descanso en el agua verdosa, y se regocijó y creyó en el Sepelio en el Mar. Pero con la bajamar el agua se fue nuevamente, y me dejó solo con barro cruel y entre las cosas olvidadas, que ya no estaban a la deriva, y con la vista de todas aquellas casas desoladas, y con la certeza que todos estábamos muertos.

En la lúgubre pared detrás mío, en medio de verdines, olvidados del mar, aparecieron varios oscuros túneles con sus pasadizos secretos y angostos. Desde ese momento las escurridizas ratas bajaron para mordisquearme, y mi alma se volvió a regocijar en la creencia que significaría su liberación de los malditos huesos a los que se le negó el entierro cristiano. Muy pronto las ratas retrocedieron un poco y murmuraron entre ellas. Jamás regresaron. Cuando me di cuenta que estaba condenado entre las ratas intenté llorar de vuelta.

Luego la marea volvió y anegó el desagradable barro, y cubrió las desoladas casas, calmando a las cosas olvidadas, y aliviando un poco mi alma por un rato, en la sepultura del mar. Y luego la marea me abandonó de nuevo.

Pasaron algunos años, de acá para allá. Hasta que los empleados del Municipio me encontraron y me dieron entierro decente. Fue la primer tumba en la que pude descansar. Esa misma noche mis amigos regresaron por mí. Me desenterraron y me pusieron de vuelta en el foso cavado en el fango.

De nuevo y de nuevo, a través de los años, mis huesos eran enterrados, pero siempre después del funeral, acechaba uno de aquellos hombres terribles quien, pronto la noche había caído, venía y me desenterraba, llevándome al mismo foso mugriento.

Y llegó el día en que el último de esos hombres que me habían hecho esta cosa terrible, murió. Escuché su alma yendo sobre el río, hacia el ocaso.

Y nuevamente tuve una esperanza.

Un par de semanas luego fui encontrado una vez más, y otra vez llevado de ese lugar hacia una sepultura en tierra consagrada, donde mi alma esperaba poder descansar.

Y una vez más vinieron hombres con capas y antorchas, que me llevaron de nuevo al barro, ya que la cosa se había convertido en una tradición y en un rito. Y todas las cosas olvidadas se burlaron de mí cuando me vieron regresar, ya que estaban celosas de mí cuando abandoné el lugar.

Y los años pasaron por la ribera donde las barcazas negras iban y venían, y el siglo entero pasó, y yo aún yacía ahí, sin ninguna esperanza, y sin querer atreverme a cobijar esperanza alguna sin una causa, por la terrible envidia e ira de las cosas que no podían vagar ya más.

Una gran tormenta nos sacudió, y el mar llegó hasta el río con el fiero viento del Sud, más poderoso que las monótonas olas; y vino con gran turbulencia sobre el desabrido barro. Y todas las cosas olvidadas se regocijaron, y se entremezclaron con cosas que habían sido más altaneras que ellas. Y fuera de su curso normal, el mar sacudió mis huesos indeciblemente. Y con la bajada de la marea mis huesos se fueron a dispersar entre muchas islas y en las costas de tierras continentales felices. Y, por un momento, mientras estaba tan desunido, mi alma casi fue libre.

Entonces, como legado de la luna, el constante fluir de la marea, deshizo lo que una vez hubo hecho la bajamar, y rejuntó mis huesos del margen de islas soleadas, y de las orillas continentales, llevándolos hacia el norte, a las bocas del Támesis, y más tarde conduciéndolos hacia el oeste, llegando por fin al foso en el barro, donde cayeron mis huesos nuevamente. El barro los cubrió parcialmente, dejando blancos el resto, ya que al barro ya no le importaban estas cosas olvidadas.

Luego la marea volvió, y vi los ojos muertos de las casas y de los celos de las cosas olvidadas que la tormenta consiguientemente no había acarreado.

Y algunos siglos más pasaron sobre el subir y bajar de las mareas y sobre la soledad de las cosas olvidadas. Y yo yacía ahí en el descuidado fango, sin nunca llegar a ser cubierto del todo, y siendo nunca capaz de ser libre, siempre deseoso de la gran caricia de la cálida Tierra o del confortable envoltorio del Mar.

Algunos hombres encontraban mis huesos y los enterraban, pero la tradición nunca moría, y los sucesores de mis amigos siempre me regresaban de nuevo al foso en el barro. Al final las barcas ya no volvieron más, y había pocas luces; los maderos ya no flotaban más, y fueron reemplazados por maderos arrancados en toda su natural simplicidad.

Al final me di cuenta que cerca mío estaba creciendo una brizna de hierba, y el musgo comenzaba a aparecer por sobre las casas muertas. Un día algunos camalotes vinieron a la deriva por el río.

Por varios años miré estos signos atentamente, hasta que tuve la certeza que Londres estaba muriendo. Entonces tuve una esperanza más, y a ambas riberas del río había ira entre las cosas perdidas. Gradualmente las horribles casas se fueron desmoronando, hasta que las pobres cosas muertas que nunca habían tenido vida, tuvieron entierro decente entre las hierbas y el musgo. Y al final el espino y las enredaderas germinaron. Finalmente las rosas salvajes crecieron sobre montículos que habían sido desembarcaderos y bodegas. Entonces supe que la causa de la Naturaleza había triunfado, y Londres había desaparecido.

El último hombre en Londres vino hasta la pared del río, cubierto por una antigua capa que fuera de uno de aquellos que una vez fuera mi amigo. Luego que se fue, nunca volví a ver de nuevo a un hombre: ellos desaparecieron junto con Londres.

Un par de días luego de que el último hombre se hubo ido, las aves llegaron a Londres; todas las avecillas que cantaban. Cuando ellas me vieron por primera vez, apareciendo a mis costados, se acercaron un poco y conversaron entre ellas.

"Él únicamente pecó contra el Hombre," dijeron; "no es nuestra disputa."

"Seamos buenas con él," dijeron.

Luego brincaron cerca mío y comenzaron a cantar. Fue durante la cercanía del crepúsculo, y de ambas riberas, y también desde el cielo, y desde los bosquecillos linderos que una vez fueron calles, cientos de aves estaban cantando. A medida que la luz decrecía, las aves cantaban más y más; ellas poblaban el aire sobre mi cabeza, cada vez más, en número de millones, hasta que al final no podía ver más que una hueste de alas fluctuantes reflejando los últimos brillos del sol, dejando algunos espacios en los que se veía el cielo.

Al final, cuando ya no se escuchaba nada más en Londres aparte de la miríada de notas de tan exhulante canción, mi alma se levantó de los huesos que había en el foso y comenzó a escalar en dirección al cielo. Y pareció como si una vereda se abría entre las alas de las aves, y subía cada vez más arriba, hasta una de las pequeñas puertas del Paraíso que permanecía entreabierta. Y supe por una señal que el barro ya no me alojaría más, por lo que súbitamente me di cuenta que podía llorar.

En ese momento abrí mis ojos en la cama de mi casa en Londres, y afuera algunos gorriones estaban gorjeando en un árbol, con la luz de la radiante mañana de fondo; y aún había lágrimas sobre mi cara, ya que uno puede difícilmente contenerse durante el sueño. Pero me levanté y abrí ampliamente las ventanas, y, extendiendo mis brazos hacia el pequeño jardín, bendecí a aquellas aves cuyo canto me hubo despertado de las angustiantes y terribles centurias de mi sueño.


Sobre el autor:



Edward John Moreton Drax Plunkett, XVIII Barón de Dunsany, nació el 24 de julio de 1878, en Londres, y fue un dramaturgo y novelista anglo-irlandés.
Recibió una educación esmerada en el Eton College y la Real Academia Militar de Sandhurst. En 1899 hereda el título de lord, al fallecer su padre. Como militar, participó en la Guerra Bóer y en la I Guerra Mundial. Entre otras aficiones, fue un excelente cazador y jugador de ajedrez. Mantuvo amistad con otros autores irlandeses, como Yeats. 

En los relatos de Dunsany, las tradiciones populares, la épica celta, el exotismo oriental y los elementos oníricos se funden en un mundo intemporal de sabor único. Sus historias de Espada y brujería, recogidas en volúmenes como La espada de Welleran (1908) o Cuentos de un soñador (1922), le convierten en pionero decisivo del género de la fantasía heroica y tuvieron una gran influencia en los primeros relatos de Lovecraft.

En su novela La hija del rey del país de los elfos (1924) aborda el tema de la mujer inmortal que, por amor a un hombre, abandona su condición y ha de aceptar la muerte, prefigurando así la elección análoga de Arwen en El Señor de los Anillos de J. R. R. Tolkien.
Sus comedias, como La Puerta Resplandeciente (1909) y El Sombrero de Seda Perdido (1913), anticipan el teatro del absurdo.

En 1929 publicó la obra Cincuenta poemas. Le siguieron otras Agua de espejismo (1938), Poemas de guerra (1941) y Para despertar a Pegaso (1949).

Entre 1938 y 1945 publicó una trilogía autobiográfica, formada por Pedazos de Luz (1938), Mientras las sirenas dormían (1944) y El velatorio de las sirenas (1945).



En 1957, muere en Dublína consecuencia de un ataque de apendicitis.



Fuentes:


Ciudad Seva: Cuento.
Wikipedia: Biografía.

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